viernes, 2 de septiembre de 2011

Jorge Edwards: La muerte de Montaigne. Tusquets, Barcelona 2011. 289 pp. 18€. Por Gabriel Zanetti.

Entre los terrenos de la novela y el ensayo, algunas veces, por los de la autobiografía, transita el último libro de Jorge Edwards. Un híbrido de géneros, cuyo motor es la investigación, las conjeturas que pueden desplegarse a partir de la intensa lectura de Michel de Montaigne y un viaje a Burdeos para visitar la torre donde el filósofo francés del siglo XVI vivió, escribió y sobre todo leyó a Plutarco, Virgilio y Séneca. Con devoción, el novelista chileno, dibuja un hombre libre en su contexto, exaltado del presente, del instante, siempre aislado en su torre, casero –zen, se diría ahora-, cercano al poder, aunque con una libertad y autonomía impensables para la época de Enrique III y IV en Francia.

Casi siempre hay trama en una novela, aunque sea mínima. Cuando estamos frente a un libro como éste, que deambula y da saltos entre los siglos XVI y XXI -sin perder la tesitura, el pulso narrativo- es complejo decir de qué se trata el libro. Montaigne conoce a Marie de Gournay, una admiradora y supuesta precursora del venidero feminismo, tomada como “hija en adopción” por el filósofo en una edad avanzada. Sostienen una ambigua relación padre-hija, maestro-discípulo. Sí, pero también de un escritor chileno que ha recorrido el irregular camino desde los tiempos de las revoluciones a nuestros días. De la actual sociedad chilena. Del poder. De la ausencia de erotismo en los matrimonios. De la vida de dos escritores acercándose irremediablemente a la muerte. Sí, de eso también se trata La Muerte de Montaigne. Escrito con elegancia, soltura y una voz segura, quizás demasiado segura, conocida. Sin duda con bibliotecas enteras en el cuerpo, aunque con algunas salidas innecesarias, que ensucian la narración, pero que forman parte de la arquitectura de la novela, con lo que parece justificarse.

Desde el ensayo Edwards hace algunas afirmaciones interesantes. Montaigne como artífice de la novela del siglo XIX, portador de una llave que abrió puertas para Voltaire, Diderot, Rousseau. Cercano a Miguel de Cervantes, al tono de “La educación sentimental” y “Madame Bovary”, de Gustave Flaubert. Lamentablemente, lo anterior es ensuciado cuando el autor insiste en el intento de saldar cuentas: “No voy a decir del horroroso Chile, como diría, el otro” refiriéndose a la polémica y lamentable para muchos, novela, “La casa de Dostoievski”, donde retrata libremente al poeta chileno Enrique Lihn. De esa manera intenta provocar. Con no poco sentido del humor e ingenio. Pero cuando se mete en aguas más profundas, metaliterarias, el golpe, la boutade parece dirigirse a ningún sitio. Quizás la intención del novelista es situarse al otro lado del río. Dice que no le gusta nada el actual panorama literario y se defiende de antemano de los criticones, como él los llama, por los errores que pueda tener su trabajo. Reconoce haber escrito La muerte de Montaigne no sólo por intuición, sino que también por capricho, por afecto. El lector tiene la última palabra. Que valore por sí sólo el significado de que alguien escriba por capricho, por afecto. Sin duda con una pluma afilada a la antigua, innecesariamente acostumbrada a la guerrilla literaria, al cotilleo, de un escritor que se mira al espejo con Montaigne, al menos en una forma de vida “sólo aparentemente cerca del poder”, uno encerrado en una torre, otro en el despacho de una embajada o en una buhardilla, ambos abocados a sus quehaceres literarios. Finalmente, una pregunta que podría hacerse cualquiera: ¿Por qué escribir de Montaigne? Edwards responde: “Los latinoamericanos tenemos derecho a todo, como los africanos, los japoneses, los chinos, los ingleses”.

Escrito para Los lunes del Imparcial.
http://www.elimparcial.es/libros/jorge-edwards-la-muerte-de-montaigne-90156.html

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