Con plena certeza y gran satisfacción de estar frente a una obra enteramente consciente de ser lenguaje, el Cordón umbilical aparece como la observación sicoanalítica del hombre que se ha hecho a la mar de la producción poética.
Se construye por ello aquí una matriz genealógica a través del cual el poeta habrá de sondear el misterio histriónico, enteramente apasionado y a veces puramente ridículo de la vida. El poeta, a partir de este punto, ha quedado condenado para siempre a la lucidez que impondrá, de aquí en más, el concebirse unido, separado, desgarrado o zurcido a la propia historia personal: construcción sicológica, familiar, erótica y social del Yo.
El paso de la autodescripción a la poesía se da de este modo como un estadillo múltiple. Por un lado está la experiencia de la muerte y el imperativo vital que su presencia impone, por otro la objetivación de la familia y su rojo embriagamiento, y tercero, la sensación de hastío que surge con la duda acerca de la convenciones, por ejemplo, acerca de lo que se ha de considerar celebratorio. Finalmente, llega el turno del lenguaje, luz de las letras que quitan y devuelven sueños, aparato tan artificial como real, y que es en último término el soporte poético por excelencia. Se trata ahora de exiliar la tristeza y encender el fuego, cruzarlo, “para que por fin se detenga el presente /y pase un día”.
El cordón umbilical es una novela de viajes para la cual el ancla está apenas sacudiendo esa nube de lodo que se desprende cada vez que las calderas de la humanidad han sido prendidas para conquistar el mundo. La ruta, entonces se ha esbozado apenas, y los lectores deberán entreverla con el rabillo del ojo.
Juan Sebastián Rodríguez
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