Cuando hice mi primera lectura de Cordón Umbilical, sugestionada por un título tan concreto y por el complejo de Edipo, me percaté de que no estaba de ningún modo equivocada al seguir el lineamiento de Freud. Asimismo, afronté la estética del “menos es más” perteneciente al imaginismo y a la poesía de Enrique Lihn, a quien sé Gabriel admira mucho.
Pero quien dialogó conmigo en esa aventura de la vida, de tejer textos, no fue Gabriel, sino un hablante semejante a la visión del poeta hölderliniano, un niño pequeño que hace y deshace como Dionisio, con su creatividad, desborde e incluso crueldad, pero en este caso, además de ser un niño, era un testigo y también un protagonista. En otras palabras, un niño, como testigo, me guió a medida que avanzaban las páginas. Es por esto que estar ante Cordón Umbilical es estar desde esa mirada limpia, como si se tratara de un poema épico para salir del hogar, donde las cosas hablan por sí solas como cuando leemos los cuentos de Raymond Carver. Esa limpieza, que a veces aparenta una inusitada ingenuidad, se trasforma en el modus operandi de muchos poemas que desbordan el lenguaje y dicen más por lo que sugieren que por lo que dicen. Esa es la misma limpieza de mirada que nos habla a lo largo del tiempo poético, conforma la estructura formal del poema y se compenetra con el testimonio, como un vidrio traslúcido, como un veneno en pequeñas dosis.
El dilema del poeta edípico, en cuanto al padre, se dilucida extrañamente en el poema de apertura, cuando éste comienza a pedir perdón a su hijo por haberlo traído al mundo: “Perdóname no elegir una madre/ sino una mujer para tu padre// Perdóname hijo/ por no querer tenerte./ Sé lo que te digo./ La memoria no da para tanto(…) Perdóname/ porque te perdono/ que vengas de mi sexo y no de otra parte.” La tirria de Edipo se disipa ante estas palabras, que son el revés del padre del Edipo que todos conocemos, así como el contrapunto sería la madre de Baudelaire que aparece en el poema “Bendición” de Las flores del mal:
-¡Ah!, ¿por qué no parí todo un nido de víboras
En vez de alimentar esta triste irrisión?
Maldita sea la noche de efímeros placeres
En la cual concibió mi vientre el castigo.
Asimismo, la contraparte del padre del poema arguye:
Perdóname
por traerte y no
pensar en ti y no hacerlo.
Por muy increíble que parezca, la similitud y conexión entre ambos poemas se da por el rol enrevesado de cada una de las figuras desde el complejo de Edipo. La madre de Baudelaire es cruel y sádica, mientras el padre del hablante es sincero y benevolente. Se provoca un cruce mental por las características anómalas, ya que la madre es cobijo y seguridad, criadora de emociones y el padre una figura de autoridad, patriarcal y no necesariamente paternalista.
De este modo, dadas las disculpas del padre, aparece en Cordón Umbilical la madre como una mujer idílica, como una Eva antes de la manzana en el Edén, en cuanto aún permanece dentro del vientre materno: “Algo debes haber escuchado/ en la cuna perfecta/ llamada madre, llamada amor” y siente que nunca alcanzará el tiempo para decirle a la madre todo lo que le quisiera decir de verdad antes de que muera.
Dibujados los padres, comenzamos a aventurarnos en un proceso de independencia que pretende la salida del hogar para comenzar una vida nueva, con las propias reglas del hablante, pero por el momento hay que resistir y se requiere un “ajuste de reglas” para poder sobrellevar la tormentosa tensión emocional en la casa paterna. Así, el hablante hace una fuga, se evade intentando proyectar con elucubraciones cuál sería la vida de su familia cuando cada uno viva por su lado: una vida en que habrá límites individualistas, de carácter frívolo, en que sólo se encontrarían para ceremonias y en medio del llanto dirán,
Yo soy sólo mío.
Yo soy sola
Mente mía
¿Con quién me muero ahora?
¿Es ella la que está sola? ¿O es su mente la que es suya y sola? ¿O es él de nadie sino de sí? Pero luego vamos observando que esa madre idílica, madre-amor ya ha caído a tierra y es la mala dentro del círculo familiar. Ahora que ya ha caído la madre, y que por lo tanto el complejo de Edipo ha disminuido, el padre ausente hace que el hablante deje de tener con quién pelear, ya que se nos evidencia que ahora los progenitores están separados. La confusión del hablante reina cuando no comprende por qué el padre lo trata como si fuesen amigos; cuando la madre le repite que es su casa y él debe respetar sus reglas y se invierten los roles al punto que el hablante no sabe quién es hijo de quién. Como una reacción a ese tormento, el hablante se dirige a sus padres para hacer un golpe de estado, les golpea la mesa para imponer algún orden en este caos familiar, se vuelve apolíneo.
El abuelo, a quien está dedicado el libro, aparece como compañero, pero también como una entidad aérea que observa todo lo que acontece. Ahora es cuando el hablante decide ponerse los zapatos del padre, convertirse en él y seguir sus huellas, pero es una vida que no es suya, le molesta: “Me pongo en los zapatos de mi padre./ Me quedan grandes/ y me aprietan.”
Pero este libro, como la vida que es un barco, tiene sus vaivenes y el hablante se retracta de querer salir del hogar pese a la tensión, a su necesidad de tener su propio espacio y hacer las cosas a su manera.
El poema que condensa la realidad vivida, porque la poesía nace de los hechos y viene del inconsciente, como diría Uribe, es el siguiente:
VII
Aún vivo con esta droga, la familia.
Amargas batallas, los amigos no bastan
hay algo en la sangre.
La familia es la única deuda adquirida desde nacer.
Es el único dolor persistente que quiero.
(Tanta piel racionalizada
tanto embarazo posteriormente pensado
la familia, los hijos
el trofeo a lo fugaz)
De las fugacidades nos hicimos.
Nos enseñamos lo que es erótico
y lo que no.
Aprendemos que la forma de olvidar la angustia
es amar al que se la traspasas.
(De las fugacidades que endulzaban nos hicimos)
Hay algún sabor en las batallas
hay algo en la sangre
del animal anterior
que te llevaba dentro.
La infancia, para el hablante, es un hoyo negro dentro del cual cae en sueños y propone, asimismo, una forma de ser feliz que en el fondo es manipular la luz, la euforia. Es por eso que instintivamente nos ata a su misión de coser sonrisas en la cara de la gente, sonrisas falsas, hipócritas, pero sonrisas al fin.
Ahora piensa en otros, imagina otras vidas. Se da cuenta de
Que se necesita un choque o un accidente
Para estar del otro lado del fuego
Para que por fin se detenga el presente
Y pase un día.
En el plano erótico, sigue la búsqueda y nos encontramos ante poemas dirigidos a varias mujeres. Pero él no quiere que le den las sobras: “migajas de ácido amor no sirven”. La necesidad de cambio es urgente por un duelo de melancolía del hablante que se la pasa escuchando casetes y alguien intenta cambiarle la música, pero es inservible, no puede olvidar. Queda maltrecho, no sabe por dónde es que pisa, pero no obstante tiene claridad de que es mejor no saber toda la verdad, quizá por el daño mismo que esa realidad puede infringir en los sentimientos del hablante.
María Paz ofrece y es a su vez quien recibe un cheque en blanco, pero el hablante se da cuenta de que no tiene suficientes fondos y que tendrán que endeudar sus latidos, haciendo una analogía con una cuenta bancaria. No obstante, se pregunta el por qué de la necesidad de crear lazos afectivos, y de tener que mantener los que tiene en su casa.
Debo cerrar todo un tiempo
pero dejaste todo abierto
como un hoyo en la tierra
que es felicidad inaceptable.
(…)
Durmiendo vivo el día
tratando de vencer al concreto
tratando de sacar las manos de este entierro
¿aparecerías tú entre la gente, serías tú nuevamente
quién me mete y me saca de esta oscuridad que es tan cierta?
Como muestra de su peregrinaje hacia la adultez, notamos una visión de la realidad muy distintiva:
Nos seguimos dando la mano
nunca sabremos si es miel o mierda
pero algo de ello hay
es evidente aún con estas moscas y mariposas que vuelan
a nuestro alrededor.
Se da cuenta de que necesita crear lazos para mantener su patria, su origen patriarcal, como cuando abuelo, padre e hijo comían sandías en la terraza y les chorreaba como si fuese sangre.
Confesará que su falta de fe lo llevó a poetizar, y que la poesía puede generar un diluvio, un cambio universal, así como también es un alimento en su vida. Sus poemas habitan ese hoyo que antes llamó infancia, viven en su infancia y él, desde el subsuelo, intenta crear una rendija para que entre la luz a esa melancolía tan típica y cliché del poeta. Es lo mismo que sucede cuando Sylvia Plath, en sus Journals o diarios, habla de esa necesidad de volver al vientre materno para sentirse protegida en los momentos más álgidos. Es por esa infancia con la madre idílica, madre-amor –pese a que le daban papel en vez de dinero y libros en vez de juguetes— que el libro concluye quedándose en ella, sin salir del hogar, sin encontrar la Otra madre-amor, que buscó erráticamente, sin que eso signifique que la búsqueda haya cesado.
La Chascona, 16 de diciembre 20088.
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